UNA VOCE AGUASCALIENTES es una asociación católica que agrupa fieles laicos de nuestra diócesis que buscan promover el uso de la liturgia según el «Rito Gregoriano», en especial la Santa Misa conocida también como tridentina, de San Pio V o Tradicional. Esta iniciativa responde al llamado de S.S. Benedicto XVI que nos pide interpretar la historia reciente de la Iglesia bajo la hermenéutica de la continuidad: «Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande». Estas palabras del Santo Padre están tomadas de la carta dirigida a los obispos del mundo que acompaña el Motu Proprio “Summorum Pontificum”, con la cual explica su decisión de reconocer y restaurar los derechos y libertades de la liturgia católica conforme las normas vigentes en 1962 (anteriores a la reforma post conciliar de 1970) y con ello permitirnos «vivir la experiencia de la Tradición» que a tantos hombres y mujeres santos nutrió en siglos anteriores. Nuestro objetivo es dar a conocer este tesoro de la liturgia a toda persona, clérigo o laico, que desee enriquecer su herencia litúrgica dentro del rito romano. Asimismo nuestro empeño está en facilitar los medios para que este venerable Rito se celebre y aproveche de la mejor manera. «Nos hace bien a todos conservar las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y de darles el justo puesto.» S.S. Benedicto XVI.

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jueves, 30 de junio de 2011

LA VÍA SOBRENATURAL PARA RECOBRAR LA PAZ ENTRE EL PRE Y EL POST CONCILIO: Por Enrico Maria Radaelli.

La discusión que se está desarrollando en el sitio web de Sandro Magister entre escuelas de posiciones diferentes y opuestas sobre reconocer si el Concilio ecuménico Vaticano II representa continuidad o discontinuidad con la Tradición, aparte de llamarme a participar directamente desde los primeros movimientos, toca de cerca algunas páginas preliminares de mi reciente libro “La belleza que nos salva".

El hecho largamente más significativo del ensayo es la comprobada identificación de los “orígenes de la belleza” con las cuatro cualidades sustanciales - verdadero, uno, bueno, bello - que santo Tomás de Aquino afirma que son los nombres del Unigénito de Dios: identificación que debería aclarar de una vez por todas lo fundamental y el vínculo ya no más eludible que un concepto tiene con su expresión, es decir, el lenguaje con la doctrina que lo utiliza.

Me parece necesario intervenir y hacer algunas aclaraciones para quien quiere reconstruir la “Ciudad de la belleza” que es la Iglesia y retomar así el único camino (esta es la tesis de mi ensayo) que puede llevarnos a la felicidad eterna, es decir, que nos puede salvar.

Completaré mi intervención sugiriendo el pedido que ameritaría hacerse al Santo Padre para que - recordando con monseñor Brunero Gherardini que en el 2015 se cumplirá el aniversario cincuenta del Concilio (cfr. “Divinitas", 2011, 2, p. 188) - la Iglesia toda aproveche de tal extraordinario acontecimiento para restablecer la plenitud de aquel “munus docendi", de aquel magisterio, suspendido hace cincuenta años.

Respecto al tema en discusión, la cuestión ha sido bien resumida por el teólogo dominico Giovanni Cavalcoli: “El nodo del debate es este: estamos todos de acuerdo en que las doctrinas ya definidas [por el magisterio dogmático de la Iglesia anterior al Concilio], presentes en los textos conciliares son infalibles; lo que está en discusión es si son infalibles también los desarrollos doctrinales, la novedad del Concilio".

El dominico se da cuente que la necesidad es la de “responder afirmativamente a esta pregunta, porque de otro modo ¿que sería de la continuidad, al menos así como la entiende el Papa?” Y no pudiendo hacer, como es obvio, las afirmaciones que también quisiera hacer, el padre Cavalcoli les da la vuelta en las preguntas contrarias, a las que aquí daré la respuesta que tendrían si se siguiese la lógica “aletica", verificadora, que nos enseña la filosofía.

Primera pregunta: ¿Es admisible que el desarrollo de una doctrina de fe, o cercana a la fe, ya definida, sea falso? 

Estimado padre Cavalcoli, usted, a decir verdad, habría querido decir: “No es admisible que el desarrollo de una doctrina de fe, o próxima a la fe, ya definida, sea falso". En cambio la respuesta es: sí, el desarrollo puede ser falso, porque una premisa verdadera no lleva necesariamente a una conclusión verdadera, sino que puede llevar también a una o más conclusiones falsas, tanto es así que en todos los Concilios del mundo - incluso en los dogmáticos - se puso en debate las posiciones más diferentes precisamente a causa de esa posibilidad. Para tener el esperado desarrollo de continuidad de las verdades reveladas por gracia no basta con ser teólogos, obispos, cardenales o Papas, sino que es necesario solicitar la asistencia especial, divina, dada por el Espíritu Santo sólo a aquellos Concilios que - declarados de carácter dogmático de manera solemne e indiscutible al momento de su apertura - se les ha garantizado formalmente esa asistencia divina.

En tales casos sobrenaturales ocurre que el desarrollo dado a la doctrina sobrenatural resultará garantizado como verdadero en tanto cuanto ya han sido divinamente garantizadas sus premisas como verdaderas.

Eso no ocurrió en el último Concilio, declarado formalmente de carácter exquisitamente pastoral al menos tres veces: en su apertura, que es la que cuenta, luego en la apertura de la segunda sesión y por último en la clausura; y por ello en esa asamblea de premisas verdaderas se ha podido llegar a veces también a conclusiones al menos opinables (a conclusiones que, hablando canónicamente, entran en el tercer grado de constricción magisterial, lo que tratando de temas de carácter moral, pastoral o jurídico, requiere únicamente “religioso respeto") si no “incluso equivocadas", como reconoce también el padre Cavalcoli contradiciendo la tesis que sostiene, “e igual no infalibles", y que pues “pueden ser también modificadas", y por eso, aunque desgraciadamente no vinculan formalmente sino “sólo” moralmente al pastor que las enseña incluso en los casos de incierta factura, providencialmente no son para nada vinculantes obligatoriamente a la obediencia de la fe.

Por otra parte, si a grados diferentes de magisterio no se les corresponde grados diferentes de asentimiento del fiel, no se entiende para qué hay diferentes grados de magisterio. Los grados diferentes de magisterio se deben a grados diferentes de proximidad de conocimiento que ellos tienen con la realidad primera, con la realidad divina revelada a la que se refieren, y es obvio que las doctrinas reveladas directamente por Dios pretenden un respeto totalmente obligante (grado I), así como las doctrinas relacionadas a ellas, si es que son presentadas a través de definiciones dogmáticas o actos definitivos (grado II). Tanto la primera como la segunda se distinguen de la otras doctrinas que, no pudiendo pertenecer al primer grupo, podrán ser consideradas en el segundo sólo en el momento que se haya esclarecido con argumentos múltiples, prudentes, claros e irrefutables, su conexión íntima, directa y evidente con ello en el respeto más pleno del principio de Vincenzo di Lérins ("quod semper, quod ubique, quod ab omnibus creditum est"), garantizando así al fiel que esas también se encuentran ante el conocimiento más próximo de Dios. Todo ello, como se pude entender, se puede obtener solamente en el ejercicio más conciente, querido e implorado por la y para la Iglesia del “munus", del magisterio dogmático.

La diferencia entre las doctrinas de I y II grado y las de III viene dada por el carácter ciertamente sobrenatural de las primeras, que en cambio en el tercer grupo no está garantizado: quizá exista, pero quizá no. Lo que se debe acoger es que el “munus” dogmático es: 1) un don divino, pues 2) un don que pedir expresamente y 3) no pedir este don no ofrece pues alguna garantía de verdad absoluta, falta de garantía que libra al magisterio de toda obligación de exactitud y a los fieles de toda obligación de obediencia, aunque requiera su religioso respeto. En el grado III podría encontrarse indicaciones y conjeturas de matriz naturalista, y el cernidor para verificar si, una vez depuradas de tales eventuales infestaciones incluso microbianas, es posible elevarlas al grado sobrenatural puede cumplirse sólo confrontándolas con el fuego dogmático: la paja se quemará pero el fierro divino, si hay, brillará ciertamente en todo su fulgor.

Es eso lo que le sucedió a la doctrina de la Inmaculada Concepción y de la Asunción, hoy dogmas, es decir, artículos de fe pertenecientes hoy por derecho al segundo grupo. Hasta 1854 y 1950 respectivamente estas pertenecieron al grupo de las doctrinas opinables, al tercero, a las cuales se debía nada más que “religioso respeto", a la par de aquellas doctrinas nuevas que, enlistadas aquí más adelante en un breve y resumido inventario, se reunieron confusamente en las más recientes enseñanzas de la Iglesia de 1962. Pero en 1854 y 1950 el fuego del dogma las rodeó de su divina y peculiar marca, las encendió, las cribó, las imprimió y finalmente las selló eternamente como “ab initio” ya eran en su más íntima realidad: verdades muy ciertas y universalmente comprobadas, de derecho pertenecientes a la matriz sobrenatural (el segundo) aunque hasta entonces no formalmente reconocidas bajo tal esplendida vestidura. Feliz reconocimiento, y aquí se quiere precisamente subrayan que fue un reconocimiento de los presentes, del Papa en primer lugar, y de ninguna manera una transformación del sujeto: como cuando los críticos de arte, después de haberla examinado bajo todo punto de vista e indicios útiles para valorarla o desmentirla - certificados de providencia, de pasajes de propiedad, pruebas de pigmentación, de velamiento, de retoques, radiografías y reflectografías - reconocen en un cuadro de autor su más indiscutible y palmaria autenticidad.

Esas dos doctrinas se revelaron ambas de factura divina, y de la más preciada. Si alguna pues de aquellas más recientes es de la misma altísima mano se descubrirá pacíficamente con el más espléndido de los medios. 

Segunda pregunta: ¿Puede el nuevo campo dogmático estar en contradicción con el antiguo?

Obviamente no, no puede de ningún modo. En efecto, después del Vaticano II no tenemos algún “nuevo campo dogmático", como se expresa el padre Cavalcoli, a pesar de que muchos quieren hacer pasar por tal las novedades conciliares y postconciliares, aunque el Vaticano II sea un simple - si bien solemne y extraordinario - “campo pastoral". Ninguno de los documentos citados por el padre Basil Valuet en su nota 5 declara una autoridad del Concilio mayor que aquella de la que este fue investido desde el inicio: nada más que una solemne y universal, es decir, ecuménica, reunión “pastoral” con la intención de dar al mundo algunas indicaciones sólo pastorales, negándose declaradamente y patentemente definir dogmáticamente o sancionar con anatema alguna cosa.

Todos los neomodernistas de prestigio o simplemente noveles que se quiera decir (como subraya el profesor Roberto de Mattei en su libro “El concilio Vaticano II. Una historia jamás escrita") que fueron activos en la Iglesia desde los tiempo de Pío XII - teólogos, obispos y cardenales de la “théologie nouvelle” como Bea, Câmara, Carlo Colombo, Congar, De Lubac, Döpfner, Frings con su perito, Ratzinger; König con el suyo, Küng; Garrone con el suyo, Daniélou; Lercaro, Maximos IV, Montini, Suenens, y, casi un grupo aparte, los tres sobresalientes de la llamada escuela de Bolonia: Dossetti, Alberigo y hoy Melloni – en el desarrollo del Vaticano II y después han cabalgado con toda suerte de expedientes de ruptura con las detestadas doctrinas anteriores sobre el mismo presupuesto, errando sobre la indudable solemnidad de la extraordinaria reunión; por lo que se tiene que todos estos realizaron de hecho una ruptura y discontinuidad proclamando con las palabras solidez y continuidad. Que haya después de parte de ellos, y luego universalmente hoy, deseos de ruptura con la Tradición se puede notar al menos: 1) en la más destructiva masacre perpetrada a la magnificencia de los altares antiguos; 2) en el igualmente universal rechazo de hoy en día de todos los obispos del mundo excepto poquísimos, a dar el mínimo espacio al rito tridentino o gregoriano de la misa, en irrazonable y ostentosa desobediencia a las directivas del motu proprio “Summorum Pontificum". “Lex orandi, lex credendi": si todo es no es rechazo de la Tradición, entonces ¿qué cosa es?

A pesar de ello, y la gravedad de todo ello, no se puede todavía hablar de ningún modo de ruptura: la Iglesia está “todos los días” bajo la divina garantía dada por Cristo en el juramento de Mt 16,18 ("Portæ inferi non prævalebunt") y de Mt 28,20 ("Ego vobiscum sum omnibus diebus") lo que la pone metafísicamente al recaudo de cualquier temor en ese sentido, aunque el peligro está siempre a las puertas y frecuentemente los intentos están en acto. Pero quien sostiene una ruptura ya ocurrida - como hacen algunas de las eminencias antes mencionadas, pero también los sedevacantistas - cae en el naturalismo.

Pero no se puede hablar tampoco de solidez, es decir de continuidad con la Tradición, porque está ante los ojos de todos que las más diferentes doctrinas salidas del Concilio y del postconcilio - eclesiología; panecumenismo; relación con las otras religiones; mismidad del Dios adorado por los cristianos, judíos y musulmanes; correcciones de la “doctrina de la sustitución” de la Sinagoga con la Iglesia en “doctrina de las dos salvaciones paralelas"; unicidad de las fuentes de la Revelación; libertad religiosa; antropología antropocéntrica en vez que teocéntrica; iconoclastía; o aquella de la cual nació el “Novus Ordo Missae” en lugar del rito gregoriano (hoy recogido junto al primero, pero subordinadamente) - son todas las doctrinas que una por una no resistirían la prueba de fuego del dogma, si se tuviese el coraje de intentar dogmatizarlas: fuego que consiste en darles sustancia teológica con solicitud precisa de asistencia del Espíritu Santo, como ocurrió a su tiempo en el “corpus theologicum” puesto en la base de la Inmaculada Concepción o de la Asunción de María.

Esas frágiles doctrinas están vivas únicamente por el hecho de que no hay ninguna barrera dogmática levantada para no permitir su concepción y uso. Pero luego se impone una no auténtica continuidad con el dogma para pretender para aquellas el asentimiento de fe necesario para la unidad y para la continuidad (cfr. las pp. 70ss, 205 y 284 del mi ya mencionado libro “La belleza que nos salva"), quedando así todas ellas en peligroso y “frágil límite entre continuidad y discontinuidad” (p. 49), pero siempre más acá del límite dogmático, que de hecho, si se aplica, determinaría el fin de las mismas. También la afirmación de continuidad entre esas doctrinas y la Tradición peca en mi opinión de naturalismo.

Tercera pregunta: ¿Si negamos la infalibilidad de los desarrollos doctrinales del Concilio que parten de previas doctrinas de fe o próximas a la fe, no debilitamos la fuerza de la tesis continuista?

Cierto que la debilita, estimado padre Cavalcoli, más aún: la anula. Y da fuerza a la tesis opuesta, como es justo que sea, que sostiene que no hay continuidad.

Nada de ruptura, sino también nada de continuidad. ¿Y entonces qué? La vía de salida la sugiere Romano Amerio (1905-1997) con la que el autor de “Iota unum” define “la ley de la conservación histórica de la Iglesia", retomada en la p. 41 de mi ensayo, por la cual “la Iglesia no se pierde en el caso de que no ‘empate’ la verdad, sino en el caso de que ‘pierda’ la verdad". ¿Y cuando la Iglesia no ‘empata’ la verdad? Cuando sus enseñanzas la olvidan, o la confunden, la enturbian, la mezclan, como ha ocurrido (no es la primera vez y no será la última) desde el Concilio hasta hoy. ¿Y cuando ‘perdería’ la verdad? (En condicional: si está visto que no puede de ningún modo perderla). Sólo si la golpease de anatema, o si viceversa dogmatizase una doctrina falsa, cosa que podría hacer el Papa y sólo el Papa, si (en la metafísicamente imposible hipótesis que) sus labios dogmatizantes y anatemizantes no estuvieran sobrenaturalmente atados por los dos arriba mencionados juramentos de Nuestro Señor. Insistiría en este punto, que me parece decisivo.

Aquí se adelantan unas hipótesis, pero - como digo en mi libro (p. 55) - “dejando a la competencia de los pastores toda verificación de la cosa y toda ulterior consecuencia, por ejemplo de si y de quién eventualmente, y en qué medida, haya incurrido o incurra” en los actos configurados. En las primerísimas páginas evidencio en especial cómo no se puede levantar represas al río de una belleza salvadora si no es vaciando la mente de toda equivocación, error o malentendido: la belleza se acompaña únicamente de la verdad (p. 23), y volver a hacer lo bello en el arte, al menos en el arte sacra, no se logra si no es trabajando en lo verdadero de la enseñanza y del acto litúrgico.

Lo que a mi parecer se está perpetrando en la Iglesia desde hace cincuenta años es una rebuscada amalgama entre continuidad y ruptura. Es el estudiado gobierno de las ideas y de las intenciones espurias en el cual se ha cambiado la Iglesia sin cambiarla, bajo la cubierta (también ilustrada nítidamente por monseñor Gherardini en sus más recientes libros) de un magisterio intencionalmente suspendido - a partir del discurso de apertura del Concilio “Gaudet mater ecclesia” - en una del todo innatural y del todo inventada forma suya, llamada, con rebuscada imprecisión teológica, “pastoral". Si la Iglesia es vaciada de las doctrinas poco o nada adecuadas al ecumenismo y por ello despreciadas por aquellos más prestigiosos mencionados más arriba y se le ha rellenado de las ideas ecuménicas de aquellos mismos, y eso se ha hecho sin tocar para nada las cubiertas metafísicas, por naturaleza suya dogmáticas (cfr. p. 62), es decir, por naturaleza sobrenatural, sino trabajando únicamente en aquel campo de su magisterio que infiere únicamente sobre su “conservación histórica".

En otras palabras: no hay ruptura formal, ni por lo demás formal continuidad, únicamente porque los Papas de los últimos cincuenta años se niegan ratificar en la forma dogmática de II nivel las doctrinas de III que bajo su gobierno están devastando y vaciando la Iglesia (cfr. p. 285). Eso quiere decir que de esa manera la Iglesia no empata más la verdad, sino que ni siquiera la pierde, porque los Papas, incluso con ocasión del Concilio, formalmente se han negado a dogmatizar las nuevas doctrinas y a declarar anatema a las más desestimadas (o correctas o engañosas) doctrinas del periodo anterior.

Como se ve, se podría también considerar que esa muy incómoda situación configuraría un pecado del magisterio, y grave, contra la fe así como contra la caridad (p. 54): en efecto, no parece que se pueda desobedecer al mandamiento del Señor de enseñar a las gentes (cfr. Mt 28, 19-20) con toda la plenitud del don de conocimiento que se nos ha alcanzado, sin con ello “desviar de la rectitud que el acto - es decir, ‘la enseñanza educativa en la verdadera doctrina’ - debe tener” (Summa Theologiae I, 25, 3, ad 2). Pecado contra la fe porque se la pone en peligro, y efectivamente la Iglesia en los últimos cincuenta años, vaciada de doctrinas verdaderas, se ha vaciado de fieles, de religiosos y de sacerdotes, convirtiéndose en la sobra de si misma (p. 76). Pecado contra la caridad porque se priva a los fieles de la belleza de la enseñanza magisterial y visible del cual sólo la verdad resplandece, como lo ilustro en todo el segundo capítulo de mi libro. El pecado sería de omisión: sería el pecado de “omisión de la dogmaticidad propia de la Iglesia” (pp. 60ss), con la que la Iglesia intencionalmente no sellaría sobrenaturalmente y así no garantizaría las indicaciones sobre la vida que nos da.

Este estado de pecado en el que se estaría derramando la santa Iglesia (se entiende siempre: de algunos hombres de la santa Iglesia, o sea la Iglesia en su componente histórica), si se encuentra, debería ser quitado y también lavado penitencialmente lo más pronto, ya que, como el cardenal José Rosalio Castillo Lara escribía al cardenal Joseph Ratzinger en 1988, su actual obstinado y culpable mantenimiento “favorecería la muy condenable tendencia […] a un equívoco gobierno llamado ‘pastoral’, que en el fondo no es pastoral, porque lleva a descuidar el debido ejercicio de la autoridad con daño al bien común de los fieles” (pp. 67s).

Para restituir a la Iglesia la paridad con la verdad, como le fue restituida cada vez que se encontró en travesías dramáticas similares, no hay otra vía que regresar a la plenitud de su “munus docendi", haciendo pasar por la criba del dogma a 360 grados todas las falsas doctrinas de las que está empapado, y retomar como “habitus” de su enseñanza más ordinaria y pastoral (en el sentido riguroso del término: transferencia de la divina Palabra en la diócesis y en las parroquias de todo el mundo") la actitud dogmática que la ha conducido sobrenaturalmente hasta aquí en los siglos.

Retomando la plenitud magisterial suspendida se restituiría a la Iglesia histórica la esencia metafísica que virtualmente se le ha sustraído, y con ello se haría volver sobre la tierra su belleza divina en toda su más reconocida y degustada fragancia.

Para concluir, una propuesta.

Se requiere audacia. Y se requiere Tradición. En vista del cumplimiento el 2015, cincuenta aniversario del Concilio de la discordia, sería necesario poder promover un fuerte y largo pedido al Trono más alto de la Iglesia para qué, en su benignidad, sin perder la ocasión de verdad especial de tal excepcional cumplimiento, considere que hay un único acto que puede devolver paz entre la enseñanza y la doctrina emanadas de la Iglesia antes y después de la fatal asamblea, y este único, heroico, muy humilde acto es el de acercar al sobrenatural fuego del dogma las doctrinas arriba señaladas antipáticas a los fieles de parte tradicionalista, y las contrarias: lo que debe arder arderá, lo que debe resplandecer resplandecerá. De aquí al 2015 tenemos delante tres años abundantes. Es necesario utilizarlos de la mejor manera. Las oraciones y las inteligencias deben ser llevadas a la presión máxima: fuego al calor blanco. Sin tensión no se obtiene nada, como a Laodicea.

Este acto que aquí se propone cumplir, el único que podría volver a reunir en un único cuerpo, como debe ser, las dos potentes almas que palpitan en la santa Iglesia en el mismo ser, reconocibles la una en los hombres “fieles especialmente a lo que la Iglesia es", la otra en los hombres cuyo espíritu tiende más a su mañana, es el acto que, poniendo fin con bella decisión a una cincuentenaria situación más bien anticaritativa y suficientemente insincera, resume en un gobierno sobrenatural los santos conceptos de Tradición y audacia. Para reconstruir la Iglesia y retornar a hacer belleza, el Vaticano II debe ser leído en el entramado de la Tradición con la audacia encendida del dogma.

Pues todos los tradicionalistas de la Iglesia, en todo orden y grado como en todo particular corte ideológico que pertenezcan, sepan congregarse en una única solicitud, en un único proyecto: llegar al 2015 con la más amplia, aconsejada y bien delineada invitación con el fin de que tal conmemoración sea para el Trono más alto la ocasión más propia para retomar el divino “munus docendi” a plenitud.

El libro de Enrico Maria Radaelli “La belleza que nos salva” (prefacio de Antonio Livi, 2011, pp. 336, euro 35,00) puede ser solicitado directamente al autor (enricomaria.radaelli@tin.it) o a la Libreria Hoepli de Milán (www.hoepli.it).

DOCTRINA CATÓLICA SOBRE EL SACRIFICIO SACRAMENTAL EUCARÍSTICO.


Los principios básicos que constituyen la base sobre la que ha de levantarse el edificio teológico del Sacrificio Eucarístico es su carácter de sacrificio:
* real y verdadero,
* visible,
* incruento,
* representativo del Sacrificio cruento de la Cruz.
El Sacrificio Eucarístico es el mismo sacrificio de la Cruz: “Una e idéntica es la Víctima, uno mismo el que ahora ofrece por ministerio de los sacerdotes y se ofreció entonces en la cruz. Sólo es distinto el modo del ofrecimiento” (Concilio de Trento, Sesión XXII, c. 2).
La doctrina del Concilio es la misma, expresada casi con idénticas palabras por Santo Tomás:
Non offerimus aliam oblationem quam Christus obtulit pro nobis, scilicet sanguinem suum. Unde non est alia oblatio, sed est commemoratio illius hostiæ quam Christus obtulit (Com. in Epist. ad Hebr. 10, 1).
Pero, al contrario, pudiera objetarse que tal razonamiento no es eficaz; pues pudiera decirse que aquella oblación purificaba de los pecados pasados, no de los futuros; por consiguiente, porque a menudo pecaban, a menudo también era necesario se reiterasen las ofrendas. Respondo que la manera de hablar del Apóstol no da lugar a ello; pues, siendo el pecado una cosa espiritual, opuesta a lo celestial, conviene que, por lo que se purifica, la ofrenda sea también celestial y espiritual y, por consiguiente, tenga virtud permanente.
De ahí que, al hablar de la virtud del sacrificio de Cristo, le atribuye virtud perpetua, diciendo: “habiendo obtenido una eterna redención”. Mas lo que tiene virtud perpetua es suficiente para lo cometido y por cometer y, por consiguiente, no es necesario repetirlo más; de donde Cristo con una sola ofrenda purificó para siempre a los que ha santificado, como se dice abajo.
Asimismo el decirse que no se repita, en contra de lo cual está el hecho de nuestra oblación diaria. Respondo que nuestra oblación no es diferente a la que Cristo hizo por nosotros es, a saber, su sangre; de suerte que no es otra la ofrenda, sino que es la conmemoración de aquella Hostia que Cristo ofreció: “haced esto en memoria mía” (Mt 26).
Se trata, principalmente, de determinar la naturaleza del Sacrificio Eucarístico y cómo en la Santa Misa se salva la noción de verdadero y real sacrificio, enseñada por el Concilio y por la tradición de la Iglesia.
Se ha llegado al punto de convergencia de considerar la consagración del pan y del vino como constitutiva de la esencia del Sacrificio de la Misa, y la Comunión del sacerdote como parte integrante del mismo.
Mas ¿de qué manera en la consagración del pan y del vino se salva la noción de verdadero y real sacrificio?
Aun coincidiendo los teólogos en afirmar que el Sacrificio del Altar es relativo y dice referencia intrínseca y esencial al de la Cruz, del que se diferencia sólo en cuanto al modo de la inmolación, siendo cruenta la de la Cruz e incruenta la del Altar, quedan, sin embargo, opiniones muy diversas al tratar de explicar cómo la consagración constituye verdadero sacrificio.
Para Santo Tomás, la Eucaristía tiene doble significación sacramental que realiza lo que significa.
Por una parte, la consagración del pan en Cuerpo de Cristo y del vino en su Sangre significa, representa y renueva, mística y sacramentalmente, el Sacrificio de Jesucristo en la Cruz.
Por otra parte, la recepción de Jesucristo sacramentado bajo las especies de pan y vino en la Sagrada Comunión significa y verifica, sacramentalmente, el alimento espiritual del alma.
Tanto una significación y realización como la otra tiene carácter de Sacramento Eucarístico.
Y así debemos hablar de Sacrificio Sacramental Eucarístico, como hablamos de Comunión Sacramental Eucarística y de Presencia Sacramental de Cristo en la Eucaristía.
Y en esta noción de Sacrificio Sacramental, que constituye propiamente el misterio, se detiene nuestra inteligencia, sin buscar otras razones de sacrificio, especiales a este de la Santa Misa, que no sean las de simple representación sacramentalmente renovadora del único y eterno Sacrificio de Jesucristo en la Cruz.
De los numerosos lugares en que Santo Tomás expresa su pensamiento, escogemos sólo algunos textos referentes:
a) al doble carácter = de Sacrificio y de Sacramento de la Eucaristía,
b) a la Pasión de Cristo,
c) a la unidad e identidad del Sacrificio Eucarístico y el de la Cruz,
d) y al carácter representativo y sacramental del Sacrificio del Altar.
a) Desde la primera cuestión del tratado de la Eucaristía, el Santo Doctor tiene presente su doble carácter de Sacramento y de Sacrificio.
Reserva, sin embargo, ordinariamente el nombre de Sacramento para la Sagrada Comunión, en cuanto se dirige inmediatamente a la santificación del alma, pues ésta es noción común a los demás Sacramentos, que no son sacrificios, aunque se ordenen todos al del Altar.
Mas el concepto de Sacramento Eucarístico es común a su carácter de Sacrificio y de Comunión.
Por eso no se contenta el Santo con afirmar que la Eucaristía es al mismo tiempo Sacrificio y Sacramento, sino que este doble carácter lo atribuye al Sacramento mismo, porque la noción de tal va entrañada en la de Sacrificio Eucarístico, y así dice repetidas veces:
Hoc sacramentum simul est sacrificium et sacramentum; rationem sacrificii habet in quantum offertur; rationem vero sacramenti in quantum sumitur (3, q. 79, a. 5).
La eucaristía es a la vez sacrificio y sacramento. Tiene razón de sacrificio en cuanto que se ofrece, y tiene razón de sacramento en cuanto que se recibe. Y, por eso, tiene efecto de sacramento en quien la recibe, y efecto de sacrificio en quien lo ofrece o en aquellos por quienes se ofrece.
Hoc sacramentum non est solum sacramentum, sed etiam sacrificium. In quantum enim in hoc sacramento repræsentatur (*) passio Christi, qua Christus obtulit se hostiam Deo, habet rationem sacrificii. Inquantum vero in hoc sacramento traditur invisibilis gratia sub visibili specie habet rationem sacramenti. Sic ergo hoc sacramentum sumentibus quidem prodest et per modum sacramenti et per modum sacrificii, quia pro omnibus sumentibus offertur… Sed aliis qui non sumunt prodest per modum sacrificii, inquantum pro salute eorurn offertur (ib. a. 7).
(* i. e. iterum præsens fit. Caietanum.)
Como se ha dicho antes (a.5), la eucaristía no sólo es sacramento, sino también sacrificio. Este sacramento, en efecto, en cuanto representa la pasión de Cristo, en la que Cristo se ofreció a sí mismo como víctima a Dios, como se dice en (Ep 5,2), tiene razón de sacrificio. Pero en cuanto que otorga la gracia invisible a través de especies visibles, tiene razón de sacramento. Así, pues, la eucaristía aprovecha como sacramento y como sacrificio a quienes la reciben, porque se ofrece por todos ellos. Se dice, efectivamente, en el Canon de la misa: para que cuantos recibimos el cuerpo y la sangre de tu Hijo, al participar aquí de este altar, bendecidos con tu gracia, tengamos también parte en la plenitud de tu reino. Pero a quienes no lo reciben les aprovecha como sacrificio, ya que se ofrece también por su salvación. Por lo que en el Canon de la misa se dice: Acuérdate, Señor, de tus siervos y siervas, por quienes te ofrecemos o que ellos mismos te ofrecen este sacrificio de alabanza: por ellos y por todos los suyos, por la redención de sus almas, por la esperanza de su salvación y glorificación. Uno y otro modo de aprovechar los expresó el Señor cuando dijo en (Mt 26,28): que por vosotros, o sea, los que le recibían, y por muchos, los demás, será derramada para la remisión de los pecados.
Hoc sacramentum perficitur in consecratione Eucharistiae, in qua sacrificium Deo offertur (82, a. 10 ad 1).
Los demás sacramentos se hacen cuando se administran a los fieles. Por eso no tiene obligación de administrarlos más que quien tiene cura de almas. Pero este sacramento se realiza con la consagración de la eucaristía, en la que se ofrece a Dios el sacrificio, al cual el sacerdote está obligado por la ordenación que recibió.
La noción, pues, de Sacramento Eucarístico es común al Sacrificio y a la Comunión.
b) En el Sacrificio del Altar se ofrece sacramentalmente la misma Pasión histórica de Jesucristo, el mismo Cristo paciente.
Este Sacrificio es el Sacramento de la Pasión de Cristo, contiene a Cristo en cuanto por nosotros padeció en la Cruz.
Mortis dominicæ mysterium celebrantes: el sacerdote celebra en el Altar el misterio de la muerte del Señor, como expresa el Obispo en la alocución a los que está a punto de ordenar sacerdotes (Pontifical Romano).
Textos de Santo Tomás:
Eucharistia est sacramentum perfectum dominicæ passionis, tamquam continens ipsum Christum passum (73, a. 5 ad 2; a. 6).
La eucaristía es el sacramento perfecto de la pasión del Señor, en cuanto contiene al mismo Señor que ha padecido.
En este sacramento se pueden considerar tres cosas: lo que es sacramentum tantum, o sea, el pan y el vino; lo que es res et sacramentum, o sea, el verdadero cuerpo de Cristo; y lo que es res tantum, o sea, el efecto de este sacramento.
Así pues, respecto de lo que es sacramentum tantum, la figura más importante de este sacramento fue la oblación de Melquisedec que ofreció pan y vino.
En lo que se refiere al mismo Cristo ya padecido, que es lo que se contiene en este sacramento, fueron figuras de él todos los sacrificios del Antiguo Testamento y, muy especialmente, el sacrificio de expiación, que era un sacrificio solemnísimo.
Y en lo que se refiere al efecto, la figura principal fue el maná, que contenía en sí todas las delicias, como se dice en (Ga 16,20), de la misma manera que la gracia de este sacramento reconforta al alma con todos los deleites también.
Pero el cordero pascual prefiguraba este sacramento en estos tres aspectos. En lo que se refiere al primero, porque se comía con pan ácimo, según la norma de Ez 12,8: comerán carne con pan ácimo. En lo que se refiere al segundo, porque todos los hijos de Israel le inmolaban el día 14 de la luna, lo cual era figura de la pasión de Cristo, quien por su inocencia se llama cordero. Y en lo que se refiere al efecto, porque la sangre del cordero pascual protegió a los hijos de Israel del ángel exterminador y los libró de la servidumbre egipcia.
Por todo lo cual, el cordero pascual es la figura principal de la eucaristía, porque la prefiguraba en todos estos aspectos.
Eucharistia est sacramentum passionis Christi, prout homo perficitur in unione ad Christum passum (73, a. 3 ad 3).
La eucaristía es el sacramento de la pasión de Cristo, en cuanto que el hombre queda unido perfectamente a Cristo que ha padecido.
Este sacramento tiene un triple significado. Uno, con respecto al pasado, en cuanto que es conmemoración de la pasión del Señor, que fue un verdadero sacrificio, como se ha dicho ya (q.48 a.3). En este sentido se le llama sacrificio.
Sacrificia enim veteris legis illud verum sacrificium passionis Christi continebant solum in figura, secundum illud Heb. X, umbram habens lex futurorum bonorum, non ipsam rerum imaginem. Et ideo oportuit ut aliquid plus haberet sacrificium novae legis a Christo institutum, ut scilicet contineret ipsum passum, non solum in significatione vel figura, sed etiam in rei veritate. (75, a. 1).
Esta presencia se ajusta, en primer lugar, a la perfección de la ley nueva. Porque los sacrificios de la antigua ley contenían ese verdadero sacrificio de la pasión de Cristo solamente en figura, de acuerdo con lo que se dice en (He 10,1): LM ley tiene la sombra de los bienes futuros, y no la forma de la misma realidad. Era justo, por tanto, que el sacrificio de la nueva ley, instituido por Cristo, tuviese algo más, o sea, que contuviese al mismo Cristo crucificado, no solamente significado o en figura, sino también en su realidad.
Esta doctrina la expresa el santo Doctor muchas veces, considerándola como principio básico de su exposición.
c) Este Sacrificio Eucarístico es idéntico al de la Cruz, no solamente porque es idéntico él principal oferente, Cristo, y la hostia ofrecida, Cristo paciente, sino, además, porque es una misma la oblación u ofrecimiento de Cristo en la Cruz, sacramentalmente renovada en el altar.
Esta oblación constituye el elemento formal de todo sacrificio.
Sin esta unidad de oblación no se da verdadera unidad e identidad del Sacrificio de la Cruz y del Altar.
Por eso Santo Tomás la afirma repetidas veces:
Nos non offerimus aliam, oblationem quam Christus obtulit pro nobis, scilicet sanguinem suum. Unde non est alia oblatio, sed est commemoratio illius hostiæ quam Chrisius obtulit (Com. in Epist. ad Hebr. 10, 1).
Nuestra oblación no es diferente a la que Cristo hizo por nosotros, es a saber, su sangre; de suerte que no es otra la ofrenda, sino que es la conmemoración de aquella Hostia que Cristo ofreció.
Hostia illa perpetua est; et hoc modo semel oblata est per Christum, quod quotidie etiam per membra ipsius offerri possit (In 4 Sent, dist. 12, expos. textus).
Aquella hostia es perpetua, y de tal manera fue ofrecida una sola vez por Cristo, que pueda ser ofrecida también a diario por sus miembros.
d) Abundan también los lugares en que Santo Tomás explica el carácter sacramental del Sacrificio del Altar en cuanto representativo del Sacrificio cruento de la Cruz.
A la noción común de Sacramento pertenece el ser signo externo representativo de cosa espiritual, a la cual causa al mismo tiempo que la significa: effictt quod significat.
Exponiendo Santo Tomás el carácter del Sacrificio Eucarístico, no es extraño que insista en manifestar el valor representativo o sacramental de su celebración, como al tratar del Bautismo insiste en hacer ver el valor representativo de la ablución, y al tratar de la Sagrada Comunión en el del pan y vino consagrados, expresivos del alimento espiritual del alma.
Hoc sacramentum dicitur sacrificium inquantum repræsentat ipsam passionem Christi; dicitur autem hostia inquantum continet ipsum Christum, qui est hostia salutaris (73, a. 4 ad 3).
A este sacramento se le denomina sacrificio por representar la pasión de Cristo, y se le llama hostia porque contiene al mismo Cristo, que es hostia de suavidad, como se dice en (Ep 5, 2).
Duplici ratione celebratio huius sacramenti dicitur Christi immolatio.
Primo quidem quia, sicut Augustinus dicit, ad Simplicianum, solent imagines earum rerum nominibus appellari quarum imagines sunt, sicut cum, intuentes tabulam aut parietem pictum, dicimus, ille Cicero est, ille Sallustius. Celebratio autem huius sacramenti, sicut supra dictum est, imago est quaedam repraesentativa passionis Christi, quae est vera immolatio. Unde Ambrosius dicit, super epistolam ad Heb., in Christo semel oblata est hostia ad salutem sempiternam potens. Quid ergo nos? Nonne per singulos dies offerimus ad recordationem mortis eius?
Alio modo, quantum ad effectum passionis, quia scilicet per hoc sacramentum participes efficimur fructus dominicae passionis. Unde et in quadam dominicali oratione secreta dicitur, quoties huius hostiae commemoratio celebratur, opus nostrae redemptionis exercetur.
Quantum igitur ad primum modum, poterat Christus dici immolari etiam in figuris veteris testamenti, unde et in Apoc. XIII dicitur, quorum nomina non sunt scripta in libro vitae agni, qui occisus est ab origine mundi.
Sed quantum ad modum secundum, proprium est huic sacramento quod in eius celebratione Christus immoletur. (83, a. 1).
La celebración de este sacramento es considerada como inmolación de Cristo de dos maneras.
Primera, porque, como dice San Agustín en Ad Simplicianum: Las imágenes de las cosas suelen llamarse con el mismo nombre que las cosas mismas, como, por ej., al ver un cuadro o un fresco decimos: ése es Cicerón, y aquél, Salustio. Ahora bien, la celebración de este sacramento, como se ha dicho antes (79,1), es una imagen representativa de la pasión de Cristo, que es verdadera inmolación. Por eso dice San Ambrosio comentando la carta Ad Hebr.En Cristo se ofreció una sola vez el sacrificio eficaz para la vida eterna. ¿Qué hacemos entonces nosotros? ¿Acaso no le ofrecemos todos los días como conmemoración de su muerte?
Segundo, este sacramento es considerado como inmolación por el vínculo que tiene con los efectos de la pasión, ya que por este sacramento nos hacemos partícipes de los frutos de la pasión del Señor. Por lo que en una oración secreta dominical se dice: Siempre que se celebra la memoria de esta víctima, se consigue el fruto de nuestra redención.
Por eso, en lo que se refiere al primer modo, puede decirse que Cristo se inmolaba también en las figuras del Antiguo Testamento. Y, en este sentido, se lee en el Ap 13,8: Cuyos nombres no están escritos en el libro de la vida del Cordero, muerto ya desde el origen del mundo.
Pero en lo que se refiere al segundo modo, es propio de este sacramento el que se inmole Cristo en su celebración.
Quamvis totus Christus sit sub utraque specie, non tamen frustra. Nam primo quidem, hoc valet ad repræsentandam passionem Christi, in qua seorsum sanguis fuit a corpore. Unde et in forma consecrationis sanguinis fit mentio de eius effusione. (76, a. 2 ad 1).
Cristo está por entero bajo cada una de las especies, y no sin razón. Porque, en primer lugar, esto sirve para representar la pasión de Cristo, en la que la sangre fue separada de su cuerpo, por lo que en la forma de la consagración de la sangre se menciona su derramamiento.
Repræsentatio dominicæ passionis agitur in ipsa consecratione huius sacramenti, in qua non debet corpus sine sanguine consecrari.(80, a. 12 ad 3).
La representación de la pasión del Señor se realiza en la misma consagración de este sacramento, en la que no se debe consagrar el cuerpo sin la sangre.
Sanguis seorsum consecratus expresse passionem Christi repræsentat, ideo potius in consecratione sanguinis fit mentio de effectu passionis quam in consecratione corporis, quod est passionis subiectum. Quod etiam designatur in hoc quod dominus dicit, quod pro vobis tradetur, quasi dicat, quod pro vobis passioni subiicietur. (78, a. 3 ad 2).
Puesto que, como se ha dicho ya (ad 1; q.76 a.2 ad 1), la sangre consagrada por separado representa claramente la pasión de Cristo, el efecto de la pasión debía ser mencionado mejor en la consagración de la sangre que en la consagración del cuerpo, que es el que padeció. Lo cual también se indica cuando el Señor dice: que será entregado por vosotros, como queriendo decir: que por vosotros será sometido a la pasión.
En otros, varios lugares de sus obras expresa Santo Tomás esta misma doctrina. Algunas formas de expresión se repiten, como estereotipadas, con mucha frecuencia, especialmente aquellas tan significativas de que el Sacramento de la Eucaristía continet ipsum Christum passum, que la oblación eucarística no es otra que la de la Cruz: non est alia oblatio, y que la consagración bajo las dos especies repræsentat (i, e. iterum præsentem facit. Caietanum) ipsam passionem Christi.
Así, pues, la Santa Misa es el Sacramento del Sacrificio cruento de la Cruz; y, si para la Sagrada Comunión se reserva especialmente el nombre de Sacramento, es por su mayor semejanza con los demás Sacramentos, que no son sacrificios.
Para explicar el misterio del Sacrificio de la Misa no deben entrar en juego más principios que los de Sacramento y de Sacrificio de la Cruz.
Nada, pues, de atribuir a las palabras de la Consagración el oficio de cultellus, como si de suyo, si Cristo fuera ahora mortal, tendrían poder para sacrificarle cruentamente de nuevo.
Nada tampoco del intento de reducir a Jesucristo sacramentado a un estado de inferioridad, cuando conserva toda la gloriosa grandeza del Cielo y su permanencia eucarística es objeto de exaltación, alabanza y gloria en los Sagrarios.
Ni tampoco puede decirse que el Sacrificio de la Misa es sólo virtualmente idéntico al de la Cruz porque nos aplica los efectos de la Pasión de Cristo; pues ello privaría al Sacrificio del Altar de su naturaleza de verdadero y real sacrificio.
Ni, finalmente, para dar realidad al sacrificio eucarístico hay que acudir al estado de inmolación que conservaría Cristo en el Cielo, mostrando al Eterno Padre sus llagas y haciendo nuevamente ofrecimiento de ellas cuantas veces se celebra en la tierra el sacrificio del altar.
Ello explicaría sólo la identidad de víctima, mas no del acto del sacrificio.
No sería uno e idéntico sacrificio con el de la Cruz, ni tampoco sería uno mismo el del Cielo y el del Altar.
Siendo la inmolación elemento esencial y formal del Sacrificio Eucarístico real y verdadero, ella debe ser también real y verdadera, aunque incruenta, mística o sacramental.
Con no menor fuerza y realismo que Santo Tomás expresa la misma verdad el Pontifical Romano en el momento en que el obispo consagra sacerdotes para que «celebren el misterio de la muerte del Señor».
Y León XIII: «El sacrificio de la misa es la renovación verdadera y admirable, aunque incruenta y mística, de la muerte de Cristo: Mortis Ipsius vera et mirabilis, quamquam incruenta et mystica renovatio» (Miræ Charitatis).
Y Pío XI: «El sacrificio de la cruz se renueva (renovatur) incesantemente en nuestros altares de un modo incruento» (Misserentissimus Redemptor).
Y Pío XII: «El augusto sacrificio del altar es verdadera y propia sacrificación (sacrificatio), por la cual el Sumo Sacerdote por incruenta inmolación (per incruentam immolationem) realiza la que ya hizo en la cruz» «El sacrificio eucarístico representa y renueva (repræsentat et innovat) a diario el de la Cruz» (Mediator Dei).
Para Santo Tomás, lo significado y sacramentalmente realizado es el mismo Sacrificio de la Pasión de Cristo: continens ipsum Christum passum (res et sacramentum), que a su vez produce los efectos de acción de gracias, de adoración, satisfacción, reconciliación, impetración, etc. (res sacramenti).
Su explicación salva plenamente la identidad del Sacrificio de la Cruz y del Altar, así como su diferencia en cuanto al modo de realizarse. Es uno y único Sacrificio, porque el Sacramento realiza lo que significa; y la consagración bajo las dos especies significa y representa la muerte de Jesucristo en la Cruz por la separación del Cuerpo y de la Sangre: continet ipsum Christum passum.
Es el del altar sacrificio incruento, místico o sacramental, bajo el símbolo de ambas especies, a la manera como en el Bautismo, mediante la ablución externa y la fórmula sacramental, se significa y realiza la interna purificación del alma, y la Eucaristía bajo las especies de pan y vino significa y realiza el alimento espiritual del alma; así también la consagración separada del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo significa y representa (es decir, hace nuevamente presente, Cayetano) mística y sacramentalmente el mismo Sacrificio de la Cruz con todos sus elementos substanciales: sacerdote, hostia y oblación.
Reúne, por consiguiente, la Santa Misa todos los elementos de Sacramento sacrificial o de Sacrificio sacramental:
* signum sensibile, la Consagración bajo las dos especies;
* rei sacræ, el Sacrificio de la Pasión real de Jesucristo;
* sanctificans nos, frutos y efectos de la Santa Misa.
Santo Tomás usa la palabra sacramentum para designar el Sacrificio del Altar en sentido estricto y técnicamente teológico, puesto que nos hallamos en el tratado de los Sacramentos, y en particular del Sacramento Eucarístico.
Esta exposición del pensamiento de Santo Tomás es al mismo tiempo explicación teológica y complemento de las enseñanzas del Concilio de Trento y de los Romanos Pontífices, especialmente León XIII y Pío XII, que son los que con más detenimiento determinan en qué consiste el Sacrificio de la Misa y su relación con el de la Cruz.
León XIII, siguiendo las líneas doctrinales del Concilio Tridentino, afirma que «el sacrificio de la misa es la renovación verdadera y admirable, aunque incruenta y mística, de la muerte de Jesucristo» (Mirae Charitatis).
Y en otro lugar: «Por el sacrificio eucarístico se continúa el sacrificio de la cruz; que fue determinación divinísima del Redentor que el sacrificio consumado una vez en la cruz se hiciera perpetuo y permanente en la Iglesia; y que la razón de esta perennidad se halla en la sagrada Eucaristía, que ofrece, no la simple semejanza o memoria, sino la misma realidad verdadera (rei veritatem ipsam), aunque en forma o especie diferente» (Charitatis studium).
Pío XII en su Encíclica Mediator Dei expone más detenidamente la misma doctrina, centrando el pensamiento en el momento mismo del sacrificio e inmolación eucarística, o sea en la Transubstanciación del pan en el Cuerpo y del vino en la Sangre de Jesucristo, que significan la separación del Cuerpo y de la Sangre del Sacrificio cruento de la Cruz.
Las afirmaciones del Papa señalan el momento y forma del Sacrificio de la Misa, coincidiendo en todo con la doctrina de Santo Tornas.
Sin determinar la razón formal teológica del Sacrificio o inmolación eucarística, después de afirmar que el Sacrificio del Altar es un sacrificio propio y verdadero, en el cual el Sumo Sacerdote, por incruenta inmolación, realiza lo que una vez hizo en la Cruz, ofreciéndose al Padre como víctima, añade: «Mas es diferente el modo como es ofrecido, porque en la cruz se ofreció con sus sufrimientos y la inmolación fue llevada a cabo por medio de la muerte, sufrida voluntariamente. Mas la sabiduría divina halló un medio admirable de hacer patente con signos exteriores, que son señales (índices) de muerte, el sacrificio de nuestro Redentor, ya que por medio de la transubstanciación del pan en el cuerpo y del vino en la sangre de Cristo, así como se tiene presente su cuerpo, así también se tiene su sangre, y de este modo las especies eucarísticas, bajo las cuales está presente, figuran la cruenta separación del cuerpo y de la sangre. Y así se renueva en todos los sacrificios del altar la memorial demostración (memorialis demonstratio) de su muerte real, en el Calvario, ya que por distintos signos (índices) Jesucristo es mostrado y significado en estado de víctima».
La coincidencia de esta doctrina con la enseñada por Santo Tomás en los textos arriba copiados acerca del valor representativo del Sacrificio del Altar, es evidente.
Mas no afirma el Papa, como tampoco Santo Tomás, que el Sacrificio Eucarístico, la eucharistica immolatio,sacrificatio, formalmente considerados, consistan en la sola representación, en los signos externos, señales de muerte, memorial demostración, por los cuales Jesucristo es mostrado y significado en estado de víctima, aun cuando bajo las especies de pan y vino se contengan real y verdaderamente el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.
La vera et propria sacrificatio, la incruenta immolatio, lo mismo que la mortis Christi vera, licet mystica, renovatio de León XIII, es lo significado, lo recordado, lo representado, lo demostrado por aquellos signos exteriores.
Pío XII no enseña que en ellos consista el Sacrificio Eucarístico. Su pensamiento completo lo sintetiza en la frase: «El sacrificio eucarístico representa y renueva (repræsentat et innovat) a diario el de la cruz».
No dice sólo «representa», sino además «renueva».
¿Cómo lo renueva? Sacramentalmente, responde Santo Tomás.
Mística e incruentamente, responde el Papa con la expresión tradicional, sin precisar más ni entrar en la explicación técnica teológica que asigne la razón formal constitutiva del Sacrificio de la Misa y de su identificación con el de la Cruz.
Santo Tomás no usa la expresión inmolación incruenta y mística. No la necesita, pues su concepto deinmolación sacramental contiene de modo formal y explícito lo que aquella expresión, menos precisa, encierra.
La fórmula del Santo Doctor tiene un sentido concreto y determinado en su teoría general de los Sacramentos, y en especial del Eucarístico.
Es la expresión teológica más adecuada de la doctrina pontificia.
En la terminología tomista, el Papa describe admirablemente en qué consiste el sacramentum tantum del Sacrificio sacramental de la Santa Misa en cuanto es representación del Sacrificio de la Cruz.
Mas lo representado y sacramentalmente renovado, o sea res sacramenti, sería la mística o sacramentalimmolatio, sacrificatio, mortis renovatio, que Santo Tomás expresa en fórmula técnica precisa y completa: Eucharistia est sacramentum perfectum dominicæ passionis continens ipsum Christum passum.
Santo Tomás fija el misterio del Sacrificio de la Misa en el mismo orden de los otros Sacramentos y de los demás aspectos sacramentales de la Eucaristía: comunión sacramental, presencia sacramental: igualmente, sacrificio sacramental.
Con lo que resplandece de una vez más la unidad sintética y armónica de su doctrina y su identidad con la de la Iglesia.
Está doctrina de Santo Tomás explica satisfactoriamente la unidad del sacrificio (semel oblatus est) y la identidad del Sacrificio del Altar y el de la Cruz.
Uno y único sacrificio, con la sola diferencia del modo de verificarse, cruento o sacramental.
Para explicar esta unidad el mismo Santo Tomás aduce la identidad del Cuerpo glorioso de Jesucristo en el Cielo y sacramental en el Sagrario:
Una est hostia quam Christus obtulit et nos offerimus, et non multae, quia semel oblatus est Christus. Hoc autem sacrificium exemplum est illius. Sicut enim quod ubique offertur unum est corpus et non multa corpora, ita et unum sacrificium (83, a. 1 ad 1).
Única es la víctima, o sea, la que Cristo ofreció y nosotros ofrecemos, y no muchas, ya que Cristo se ha inmolado una sola vez. Pero este sacrificio nuestro es una imagen de aquél. De la misma manera que lo que se ofrece en todas partes es un solo cuerpo y no muchos, así el sacrificio es único.
Pues a la manera como el uno y único Jesucristo, que se halla glorioso en el Cielo, se halla también real y verdaderamente de modo sacramental en los altares en virtud de la Consagración, permaneciendo los accidentes de pan y vino, así también el uno y único sacrificio cruento de la Cruz —sacrificio eterno— se renueva real y verdaderamente de modo sacramental en los altares en el momento de la Consagración del pan y del vino en Cuerpo y Sangre de Jesucristo, que lo representan. Como no son dos Cristos, el del Cielo y el del Altar, sino uno solo en dos maneras distintas, así tampoco son varios sacrificios, sino uno solo, de diversa manera realizado en la Cruz y renovado sacramentalmente en los altares cuantas veces se celebra la Santa Misa.
Prosiguiendo el paralelismo entre los dos efectos del acto de la consagración: presencia sacramental de Cristo en el Altar y acto sacrificial, diremos que así como el uno y único Cristo, que reina en el Cielo, se halla per modum substantiæ y de modo sacramental en varios lugares en virtud de la transubstanciación y permanencia de los accidentes, así también él uno y único sacrificio histórico de la Cruz, en virtud de la misma consagración de las dos especies, se renueva per modum substantiæ y de modo sacramental en diversos tiempos y lugares.
Y así como del Cuerpo real de Cristo decimos con Santo Tomás que en virtud de la transubstanciación y permanencia de los accidentes se halla en los Altares non localiter et circumscripive, sino sacramentalmente yper modum substantiæ, así también de la Pasión real de Cristo habremos de decir que en el momento de la doble consagración se halla hic et nunc en el Altar non temporaliter et circumscriptive, sino sacramentalmente y per modum substantiæ.
Las circunstancias extrínsecas de lugar y tiempo y el acto litúrgico de la Consagración multiplican, no el Cuerpo de Cristo ni su Sacrificio cruento, sino su presencia sacramental real y verdadera y su oblación o sacrificio, también sacramental, real y verdadero.
No obstante esta unidad e identidad del Sacrificio del Altar y de la Cruz, se debe decir, sin embargo, que Cristo de nuevo ofrece en el Altar de modo incruento su Pasión, o sea su Sacrificio cruento de la Cruz, con todos sus elementos, en cuanto que es causa principal de la Consagración sacramental, y, por consiguiente, del Sacrificio Eucarístico, incruento y sacramental, siendo el ministro, que obra en nombre y representación de la Iglesia, simple instrumento de Jesucristo.
Y así, en el Sacrificio de la Misa, Cristo es el principal celebrante y oferente, no de un nuevo sacrificio, sino del Sacrificio sacramental e incruento por El instituido para ser el Sacrificio perenne de su esposa la Iglesia, en memoria y renovación del de la Cruz.
La Iglesia en todo tiempo y lugar ofrece su sacrificio, que Jesús le legó, y el ministro le celebra en nombre y representación de la misma.
Y de la misma manera que por la consagración y permanencia de los accidentes se multiplica la presencia de Cristo en diversos lugares, sin que por ello se multiplique el Cuerpo y la Sangre del mismo, que son unos y únicos en el Cielo y en la tierra; así también mediante el rito de la Santa Misa se multiplican los actos de la oblación sacramental en diversos lugares y tiempos del uno y único Sacrificio del Calvario y del Altar.
Si es de admirar y de agradecer la sabiduría y el amor de Jesucristo al quedarse con nosotros en el Sacramento para ser alimento de nuestras almas, no menor agradecimiento y admiración le debemos porque el Sacramento Eucarístico es, al mismo tiempo, el Sacrificio eterno de la Cruz, que la Iglesia renueva incesante y perpetuamente en infinidad de lugares.
Resumen realizado por el Padre Juan Carlos Ceriani al Prólogo del Dr. Francisco Barbado Viejo, O.P., Obispo de Salamanca, al Tratado de la Santísima Eucaristía del Padre Gregorio Alastruey.