UNA VOCE AGUASCALIENTES es una asociación católica que agrupa fieles laicos de nuestra diócesis que buscan promover el uso de la liturgia según el «Rito Gregoriano», en especial la Santa Misa conocida también como tridentina, de San Pio V o Tradicional. Esta iniciativa responde al llamado de S.S. Benedicto XVI que nos pide interpretar la historia reciente de la Iglesia bajo la hermenéutica de la continuidad: «Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande». Estas palabras del Santo Padre están tomadas de la carta dirigida a los obispos del mundo que acompaña el Motu Proprio “Summorum Pontificum”, con la cual explica su decisión de reconocer y restaurar los derechos y libertades de la liturgia católica conforme las normas vigentes en 1962 (anteriores a la reforma post conciliar de 1970) y con ello permitirnos «vivir la experiencia de la Tradición» que a tantos hombres y mujeres santos nutrió en siglos anteriores. Nuestro objetivo es dar a conocer este tesoro de la liturgia a toda persona, clérigo o laico, que desee enriquecer su herencia litúrgica dentro del rito romano. Asimismo nuestro empeño está en facilitar los medios para que este venerable Rito se celebre y aproveche de la mejor manera. «Nos hace bien a todos conservar las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y de darles el justo puesto.» S.S. Benedicto XVI.

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lunes, 4 de julio de 2011

EL CALVARIO Y EL ALTAR.


El Santo Sacrificio de la Misa es una renovación incruenta (no sangrienta) del sacrificio sangriento que Jesús ofreció al Eterno Padre en la Cruz. Cristo crucificado es el Sacerdote del mundo, que ofreció si vida en nombre propio y de todos los hombres como hostia de infinito valor; y con esta inmolación voluntaria obtuvo con infinitas ventajas todos los frutos del perfecto sacrificio: 

I. Ante todo, rindió tributo de adoración al supremo dominio de Dios, principio y fin de todas las cosas; y en reconocimiento de esta excelencia del Ser divino, ofreció el sacrificio de la propia vida que, por ser vida de Hombre-Dios, es infinitamente agradable al Eterno Padre. 

II. Cristo expió los delitos de todos los hombres pasados, presentes y venideros. El pecado, por ser un ultraje a la Majestad divina, es un mal de culpa, superior a todos los males de pena que se pueden padecer en esta vida y en la otra; pero la expiación de Cristo inmolado en la Cruz excede infinitamente cuanto a su virtud reparadora, a todas las ofensas que los hombres hemos cometido y podemos cometer. 

III. Cristo ofreció un presente de acción de gracias por los beneficios que Él recibió en su santa Humanidad y por los que recibimos todos los hombres en el orden de naturaleza y de gracia. Deber es éste que nosotros cumplimos con tanta negligencia; más Cristo lo cumplió por nosotros con infinita sobreabundancia. 

IV. Por último, Cristo en la cruz rogó por nosotros e interpuso sus plegarias, mezcladas con sus lágrimas y su sangre, para impetrar en favor de los hombres todos los dones del cielo conducentes a nuestra salvación. 

Adoración, Expiación, Acción de gracias e Impetración: todo ello de valor infinito, son los cuatro preciosísimos frutos del Sacrificio del Calvario. 

A cada uno de nosotros incumbe particularmente el deber de adorar, de expiar, dar gracias e impetrar ante la Majestad soberana, pues éste es el deber supremo de la vida religiosa. Por eso, Cristo, Autor de nuestra fe y Mediador del Nuevo Testamento, dispuso perpetuar en su Iglesia el sacrificio del Calvario, renovándolo de una manera mística por medio del Sacerdote, para que Él con nosotros y nosotros con Él adoremos, expiemos, demos gracias e impetremos ante la Majestad divina todos los días de nuestra vida, hasta la consumación de los tiempos. Para realizar este designio instituyó en la última Cena en Sacrificio eucarístico y juntamente el Sacerdocio católico, encomendándole que renovase constantemente sobre el altar el tremendo Sacrificio: “Hoc facite”: Haced esto que yo acabo de hacer, dijo a sus Apóstoles al entregarles su Cuerpo y Sangre bajo las especies de pan y vino. 

La Misa, pues, es el acto supremo del culto católico; es el precioso legado que el Esposo divino, en prueba de su amor, ha dejado a su Esposa la Iglesia y a cada una de las almas por quien dio su Sangre en la Cruz. “Una sola Misa (como enseña el Doctor de la Iglesia San Ligorio) agrada más a Dios que la sangre de los Mártires, las alabanzas de los Santos y el amor de los Serafines”. Y la razón la da Fray Juan de los Ángeles: “Porque el Sacerdote ofreciendo a la veneradísima Trinidad la Persona del Hijo en el Sacramento, ofrece Dios a Dios, y por consiguiente, le ofrece loor infinito y gloria infinita. Y los Ángeles y toda la Corte celestial, por más servicios que hagan a Dios, por más gloria, alabanzas y contentamiento que le den, no dan ni ofrecen Dios a Dios, y por consiguiente que es todo poco o nada, respecto de esta divinísima ofrenda en la cual se ofrece el mismo Dios”. 

Pero la Misa ha sido instituida, además, para conservar en el mundo redimido la memoria de nuestro dulcísimo Redentor, y mediante este recuerdo perpetuar los frutos de la Redención. Así lo encargó Cristo terminantemente en el mismo momento en que instituía el divino Sacrificio: “Haced esto en memoria mía”. 

Comenta San Juan de Ávila: “¡Haced esto en mi nombre, y cuando lo hiciereis acordaos de Mí! ¿Qué es eso? ¡Muero de amores de los hombres! ¿Qué te va, Rey nuestro, en que se acuerden unos gusanillos de ti? Denos vuestra Majestad licencia que hablemos. ¿Por qué no nos pide sino que nos acordemos? 

Es tanto lo que Jesucristo ha hecho por nosotros, que no es menester para movernos, sino que nos acordemos de sus obras; porque aunque seamos piedras y hierros, su memoria divina tiene tanta fuerza, que con ella se derretirá nuestro corazón”. 

¡Acordaos de Cristo! Recordad cada día, rodeándole amorosamente en el altar, la infinita caridad con que nos amó y se entregó a la muerte por nosotros; y al recordarlo, unirnos íntimamente con Él por la comunión y recibir de Él, junto con su divina Persona, los tesoros que nos mereció con su muerte. 

Una sola vez encarnó Jesús en las entrañas de la Virgen María: una sola vez nació en Belén y vivió su vida oculta y su vida pública, y predicó su celestial doctrina, y padeció y murió en la Cruz. Pero la vida y muerte del Dios-Hombre son el tesoro de la humanidad de todos los tiempos. Designio de su amorosa providencia fue quedarse disfrazado en el mundo, para renovar con cada uno de los hombres su vida mortal, para sugerirnos, mediante la palabra de la Iglesia y la luz interior del Espíritu Santo, el conocimiento de su doctrina, despertarnos a la imitación de sus virtudes y hacer eficaz en cada uno de nosotros el fruto de la Redención. Por eso, la Iglesia, dirigida por el Espíritu Santo, representa en el espacio de cada año los misterios de la vida de Cristo desde su santo advenimiento hasta su gloriosa Ascensión, nos recuerda sus virtudes, nos repite sus enseñanzas; todo ello en torno del Santo Sacrificio, para que cada día nos renovemos interiormente según la imagen e ideal de toda santidad Cristo Jesús. 

En este sentido escribe San Juan de Ávila: “¡Oh consejo amoroso, lleno de alegría, lleno de amor! ¡Quedársenos acá Jesucristo para que cuando lo veamos nos acordemos de lo que por nosotros ha hecho, y se lo relatemos y le demos gracias por ello! ¡Señor mío! ¡Vos sois el que bajasteis del cielo y os hicisteis hombre mortal por mí, y estuvisteis en el portal de Belén; el que pasasteis hambre y trabajos por mí; el que derramasteis vuestra sangre y perdisteis vuestra hermosura y vida por mí! ¡Vos sois el que tanto me amasteis! ¡Vos sois todo mi bien!... esto has de sentir cuando vieres a tu Señor”.

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