También desconcierta a muchos fieles, al asistir por vez primera a la celebración de la Santa Misa Tradicional, que el Sacerdote permanezca la mayor parte de la Misa de “espaldas” a ellos. Es una apreciación equivoca pensar que el Sacerdote “da la espalda a los fieles”. La Misa es –esencialmente- un acto de culto a Dios en el cual, el Sacerdote, renueva el Sacrificio de Cristo en la Cruz y lo ofrece al Eterno Padre. En la Misa Tradicional el Sacerdote no “da la espalda a los fieles”, sino que se “orienta”, es decir, mira al Oriente, hacia el monte Calvario y ofrece el Sacrificio “coram Deo”, esto es, “con su alma vuelto hacia Dios, con su razón vuelta hacia Dios, con el corazón vuelto hacia Dios, con su cuerpo vuelto hacia Dios, son su ser entero volcado en Dios, Nuestro Creador, Padre y Señor”. El Sacerdote ofrece a Jesucristo en Sacrificio; lo ofrece –a Dios- en nombre de la Iglesia, en nombre propio y en nombre nuestro.
La acción del Sacerdote en el altar es, esencialmente, la acción de Cristo. Por eso reviste mucha importancia todo lo que el Sacerdote hace y como lo hace en el altar, pues actúa “in persona Christi”. El Sacerdote debe estar con todo su corazón, su alma y sus sentidos puestos en la acción litúrgica, así como Nuestro Señor, conscientemente, con todo su Corazón, su Alma y sus Sentidos, se entregó a su Sacrificio en la Cruz. Todo lo que el Sacerdote hace y como lo hace debe estar anclado en lo que la Misa “es”: la renovación incruenta del Sacrificio de Jesucristo.
La “orientación” del Sacerdote en la celebración de la Santa Misa fue Tradición en la Iglesia desde tiempos apostólicos y fue celebrada -por siglos y siglos- sobre un altar, no sobre una “mesa”. El altar debe ser, preferiblemente, de piedra y en caso que no sea de piedra debe tener -al menos- una “ara” o piedra de altar, lugar sobre la cual se realiza la consagración. Esta piedra tiene dentro reliquias de santos mártires. Los altares son consagrados, porque simbolizan el cuerpo de Cristo, por eso se besan, se inciensan, se adornan y reverencian.
En medio del altar está el Sagrario, lugar de reserva de la Sagrada Eucaristía para su adoración y administración a los fieles. Es el sancta sanctorum, que viene de la tradición hebrea, el lugar donde solo tiene acceso el Sacerdote. En las liturgias orientales esta reserva es mucho mayor, llegando a cerrar el altar detrás de puertas (iconostasio) que solo se abren durante la consagración. Cuando el Santísimo está en el sagrario debe hacerse una genuflexión al pasar frente a Él en señal de adoración. Pero aún cuando no lo está, se hace una reverencia profunda ante el altar, porque es un lugar sagrado.
Por el costado derecho del altar (lado del evangelio) debe haber una lámpara votiva que se alimenta de aceite. Arde en honor a Cristo y señala su presencia. Cuando el sagrario está cerrado y las sagradas formas no están expuestas, debe realizarse una genuflexión simple al pasar frente a él. Cuando está expuesto el Santísimo Sacramento, ambas rodillas se doblan y se hace una reverencia profunda. Por eso también se persigna el católico al pasar frente a una iglesia, para dar señal de reverencia a Cristo sacramentado.
El altar está como mínimo a tres gradas sobre el nivel de los fieles, simbolizando el Gólgota y a la vez la jerarquía del cuerpo místico cuya Cabeza es Cristo mismo. Al altar sigue el presbiterio, es decir, el lugar de los clérigos o de los consagrados al servicio del altar. Durante la liturgia, salvo el acolitado de los varones laicos, ningún otro seglar tiene función alguna.
De modo que los fieles no son los protagonistas puesto que no se trata de una conferencia, o reunión social, sino de un rito de adoración celebrado por el sacerdote, que es otro Cristo, pontífice entre Dios y los hombres. Pero en la “misa de los catecúmenos” o cuando el rito impone saludar, bendecir, absolver, o dirigirse a los asistentes por medio de una homilía, etc. el sacerdote mira al pueblo fiel. La liturgia es una escuela de cortesía, jamás se dirige el Sacerdote a Dios o a Cristo sin mirarlos (mirando su imagen), ni jamás se dirige el Sacerdote a los fieles sin mirarlos.
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