A muchos llamará la atención el momento de la Santa Misa en que los fieles recibimos la Sagrada Comunión. La Comunión es el momento supremo de unión entre El Creador y la creatura, y revela la autentica esencia del autentico culto litúrgico. Los fieles debemos acercarnos al comulgatorio con las manos juntas y la cabeza inclinada hasta el borde del presbiterio: el comulgatorio. El comulgatorio es la parte que separa el Santuario de la nave del templo. Ésta barrera entre el Santuario y la nave es un símbolo que representa una gran verdad: la distancia que separa la Santidad Divina de la condición pecadora humana. En el Santuario (presbiterio) están sólo aquellos a quienes Él, en su Infinita Misericordia, ha apartado como sus Sacerdotes. Pero éste abismo –como la barrera del comulgatorio- puede ser salvado, no por lo que nosotros hacemos, sino gracias a la acción de Cristo que, a través del Sacerdote, viene a nosotros -libre y amorosamente- para realizar en nosotros lo que nunca podríamos conseguir con nuestras propias fuerzas por mucho que lo intentemos: nuestra salvación. Sólo nos salvamos por la Gracia que nos consigue su Sacrificio Redentor en la Cruz.
La disposición de los comulgantes en el comulgatorio, arrodillándose como signo inequívoco de adoración y humildad, uniendo las manos en actitud orante, con la cabeza vuelta hacia el cielo y la boca abierta, es una disposición de total receptividad en la que cada comulgante es invitado a poner todo su ser. Los fieles no dicen nada, no realizan ninguna acción exterior, pero el Señor de todo lo creado desciende a ellos de las manos del Sacerdote, nos bendice a través de los actos y las palabras sacerdotales y viene -¡misterio de fe!- físicamente a nosotros. Esto es participación en su más alta expresión: la participación interior, con la razón y el corazón.
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